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Por: David Benjamín Benabib Córdova

Director de Gestión Estratégica del Cliente

GRUPO COPPEL

“El lunes voy a renunciar – me dije retorciéndome de rabia. No había forma de cambiar la realidad: esa mafia me reventaría en cualquier momento y se iría al caño todo lo que había construido en más de veinte años de esfuerzo.”

Me bautizaron con el dogma del trabajo sin descanso. He sido el “niño, nalgas planas” que sin chistar cumple con la tarea y hace siempre un poco más. Así, me han apreciado por confiable y aguantador, como al refri de los abuelos. Los electrodomésticos confiables nunca llegan a tener su retrato arriba de la chimenea, pero no está mal tener aunque sea ese lugarcito en el corazón de los jefes a la hora de los aumentos y los recortes de personal. Por otro lado, tengo las orejas bien puestas a los lados de una cabeza analítica y me he quemado bastante las pestañas, lo que me ha ayudado a encontrar buenas soluciones más de una vez. Confieso que “confiable e inteligente” ya suena mejor y te abre las puertas para alguna promoción. Para completar la tríada, soy un tipo amable y educado. A todos trato con respeto y me preocupo sinceramente por la gente, que me corresponde con su lealtad y su confianza, lo que me llevó a posiciones de liderazgo y responsabilidad siendo todavía joven. Durante más de una década, la cosecha de éxitos me hizo creer que ser trabajador, inteligente y sensible era suficiente para triunfar profesionalmente. Me equivoqué dolorosamente.

Ya en una posición de alto rango, me empecé a dar cuenta de que la mayoría de mis colegas no se convencían con mis sesudos análisis y números a prueba de todo, sino que eran interpretados como petulancia. Cuando dejaba callado a algún detractor con mis argumentos, esperaba que aceptara la evidencia que amablemente yo le mostraba, y que por lo tanto actuara en consecuencia, pero no: casi siempre se iba enojado y decidido a encontrar algo en lo que yo estuviera equivocado. Casi nunca conseguía que aquel detractor apoyara mis iniciativas a menos que alguien de mayor rango así lo ordenara. Pronto me empecé a sentir excluido del grupo.

Entonces me esforcé por ganarme la confianza de mis detractores con una continua y sostenida “buena onda”. Siempre estaba pendiente de cómo ayudarlos, de saludar cortésmente, de no confrontarlos en público, y de una serie de tácticas similares para que vieran que yo no era su enemigo. Alguna vez hasta cedí la oficina de la esquina a uno de ellos. No funcionó.

Trataba de consolarme asegurándome que yo estaba en lo correcto. Me decía que si no aceptaban mi buena actitud, ni reconocían mis buenas ideas ni mi enorme compromiso con la organización, era que alguien como yo era un peligro porque tenían intereses inconfesables. Y pensaba que si bien mis detractores no me apoyarían, por lo menos nuestros jefes sí lo harían. Al contrario, pronto empecé a tener reclamos de los jefes por una aparente falta de resultados. Me llamaron la atención porque en la evaluación 360 salí reprobado por todos y en todos los aspectos, y porque estaba provocando un mal clima organizacional. Me amenazaron con que “se tendrían que tomar decisiones” si yo no corregía el rumbo.

Cuando el consultor me dio el resultado de aquella evaluación 360, me recomendó que me acercara a mis pares y tratara de negociar con ellos. Inmediatamente conseguí un curso relámpago de negociación y hasta pagué el viaje a otra ciudad para tomarlo. La verdad no sé si los principios que nos plantearon en el curso no eran los mejores o fue que yo entendí todo mal, porque básicamente regresé con un arsenal de técnicas para obtener lo que yo quería. Empecé a aplicar técnicas para tener una actitud más ganadora, para poder argumentar más eficazmente, para administrar la información, y varias cosas más. Obviamente no funcionó, ahora lo entiendo, porque en realidad yo no dejaba de ver lo que yo quería, y los argumentos por los que lo que yo quería era lo correcto. O sea, no dejaba de ver siempre mi punto de vista. Consciente o inconscientemente mis pares y jefes me apoyaban aún menos, y tenían todo el tiempo la predisposición a ver lo malo en mi trabajo y a decirlo sin más a cualquiera. La diferencia entre eso y un ataque hacia mí era prácticamente nula. El estrés y el esfuerzo que le dedicaba a defenderme fueron minando mi energía, hasta que pensé seriamente en tirar la toalla y buscar otro trabajo antes de que acabaran corriéndome y destruyendo mi currículum.

Fue hasta un diplomado sobre negociación y construcción de acuerdos que realmente me cayó el veinte: solamente mediante el esfuerzo sincero de entender y atender las necesidades de la otra parte es que se pueden construir los puentes para la colaboración. Se dice fácil.

Para entender, no se necesita ser muy brillante, sino que se tiene que aprender a escuchar. No: escuchar no es quedarse callado mientras el otro habla y mientras ir preparando nuestra réplica. Escuchar es de verdad querer entender al otro desde lo más profundo. Es observar al otro sin juzgarlo, es tratar de imaginar sus razones y su contexto. Es tratar de sentir lo que siente el otro. “¿Pero cómo? – te preguntarás – Aquí venimos a trabajar, y tenemos que ser racionales y dejar las emociones en la puerta”. Tremenda falacia de nuestras generaciones. Tenemos que reconocer, empezando por nosotros mismos, que nuestras emociones, agradables y desagradables, siempre están con nosotros como parte indisoluble de nuestro ser. Es más, si desarrollamos nuestra inteligencia emocional, tal que empecemos por escucharnos a nosotros mismos, va a ser mucho más fácil entender a los otros. En este punto, me permito recomendar uno de los mejores resúmenes que he encontrado sobre inteligencia emocional, que es el capítulo titulado Dominio Emocional del libro La Empresa Consciente, de Fred Kofman. Así podremos detectar que nuestra contraparte tiene miedo, por ejemplo. Puede ser miedo a perder algo valioso para él, como poder o respeto. O tal vez, miedo de que lo alejemos de sus objetivos. Imagínate que por un momento, puedes empatizar con el miedo del otro, y así sin juzgarlo, darle la misma validez que el otro le otorga. Imagínate, que con todo cuidado, le dejas ver que entiendes la importancia de su preocupación. Imagínate ahora que alguien entiende de verdad tu preocupación. Instantáneamente cambia el ánimo de la discusión. Ya no estamos frente a un total extraño, sino con alguien con quien compartimos algo importante. Se ha establecido la conexión.

Es a partir de esa conexión, que se pueden empezar a buscar soluciones en conjunto. Cuidando de también explicar claramente lo que es importante para uno mismo y por qué, se pueden buscar opciones para que eso que necesita el otro sea satisfecho lo mejor posible. Podemos ofrecer ceder en algo que a nosotros no nos cuesta y que para el otro es valiosísimo, lo que facilitará que también la otra parte se vea moralmente comprometida a hacer lo mismo con algo que es importante para nosotros. Y así sucesivamente, ir construyendo acuerdos satisfactorios para todos.

Fue a partir de que comprendí la importancia de la escucha y el entendimiento de las necesidades de los otros, que empecé a construir relaciones de colaboración reales que me han permitido seguir avanzando en mi carrera. Ahora con más frecuencia descubro que mis colegas aprecian mis aportaciones o reconocen mi trabajo. Pero lo más importante es que he ido creando redes de apoyo mutuo que se convierten en resultados de negocio y éxitos personales para todos. El ambiente laboral es mucho mejor a mi alrededor, y como regalo, algunos colaboradores se han convertido en amigos sinceros.


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