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Por: Sandro García Rojas

Vicepresidente de Supervisión de Procesos Preventivos

CNBV

“Reconocer una Pamatria por encima de nuestras Patrias colindantes; para construir una nueva generación de Embajadores que la enaltezcan.”

Existen palabras que, por sí mismas y -debemos reconocerlo- con una visión sexista, denotan una masculinidad o una feminidad. Durante siglos y dependiendo de las distintas identidades culturales, los seres humanos hemos abrevado en el idioma una carga de conceptos que pretenden llevar una esencia sexista en cuanto a los roles y estereotipos que en las propias palabras queremos fijar. Dios padre, Papa, madre naturaleza, son ejemplos claros para abrir boca. ¿Por qué no hablamos de una Diosa madre, de una Mama o de un padre naturaleza?

Si analizamos el lenguaje, veremos muchas palabras que tienen una carga como la que he resumido sucintamente en el primer párrafo de estas líneas. Por otro lado, hay otras muchas que carecen de cu alquier sentido sexista y obedecen más a una raíz etimológica. No obstante, lo que pretendo aquí llevar a cabo es una breve invitación a pensar, analizar, es más, si se me permite el término “sentir”, a las palabras. Evidentemente debemos ser cuidadosos y no distraernos en nuestro análisis con la presencia de los artículos previos a las palabras (él, la, los o las); estos podrían confundirnos en este propósito. Analicémoslas, sintámoslas sin artículos; es más, escudriñémoslas en la esencia de su concepto. La idea inicial que hasta aquí planteo es reconocer no una masculinidad o feminidad en algunas palabras, sino más bien una feliz ambivalencia masculina y femenina que, creo, está presente en muchísimas palabras que conforman nuestro lenguaje. A partir de esta premisa, pretendo analizar un concepto específico y después, encontrar una nueva forma de concebirlo.

Decía yo que algunas palabras encuentran cabida en el lenguaje por distintas razones (etimológicas, neologismos adoptados de las modas de idiomas extranjeros, razones fonéticas, etc.). Una razón común es la onomatopéyica -aquellas que tienen sonidos que se asemejan a lo que significan (burbuja, mamá, clic, tic tac, boom, bang), donde encuentran cabidas palabras que usamos cotidianamente.

Ahora bien, hagamos el ejercicio, como decía líneas arriba, de pensar (sentir incluso) el sentido de ciertas palabras, más allá de los roles o estereotipos que les son propios de forma cultural. Por ejemplo, propongo palabras como mar, agua, bosque, abrazo, entrega o planeta, que nos conllevan a preguntarnos si necesariamente podríamos encontrarles una esencia más o menos masculina o femenina -sin caer, insisto, en los roles sexistas-.

Si se analiza con detalle y con el visor de la metafísica sensorial a la esencia de las cosas, ninguna palabra per se, tiene una esencia más masculina o femenina. No existe una razón absoluta o un porqué contundente, pero existe en las cosas una esencia ambivalente o dual que, aunque refieran a la capacidad de anidar, crear, generar, proveer, cobijar, nutrir, proteger, dar, defender, etcétera, sería imposible decir que son más femeninas o masculinas, si no guardan el binomio sagrado.

Observe con tiento y detalle cómo, sin importar necesariamente el nombre de las cosas que nos rodean, muchas de ellas llevan consigo esa argamasa dual.

A mi parecer, una palabra que ha tenido un legado equívoco o limitado, con un contexto más cultural y sexista, es justamente la palabra “Patria”. Pensarla, de bote pronto, nos obliga a ceñirla a una liga con un país, un territorio, una cultura; incluso podríamos hablar de la relación indisoluble entre Patria y Nación (entendida esta última como algo que va más allá de su concepción multifacética de ingredientes geográficos, políticos, sociales y culturales). Patria es cobijo, es cuna, es escuela, es infancia, es origen, pero patria también es destino, es legado, es identidad, es creación, es crítica, es revuelta, es idea, es aventura, es la esencia más pura de querer compartir aquello que se ama con aquellos a los que se ama; se trata de un concepto que va mucho más allá de una lealtad o una afiliación a un terruño determinado. No se trata de la liga o la alianza con un trozo de tela, colorida o triste, o con un himno o una marcha bélica; no se trata de un sacrificio, sino más bien, del sentido por el cual se lucha. Patria, es quizás el mejor ejemplo de una palabra que requiere ser reconocida como amputada por un sesgo patriarcal y que, si se analiza desde una perspectiva más humana y menos geopolítica, contiene los ingredientes duales a los que he referido. Es maternal y paternal.

Dándole una justa posición en el lenguaje, si alguna vez me preguntaran mis hijos qué entiendo por patria, me gustaría contestarles diciéndoles que prefiero llamarle Pamatria o Mapatria, más que de una patria acotada. Así, aunque el auto corrector no la reconozca y aunque no la encuentren en los diccionarios.

El mejor legado del cual podemos convencernos como raza humana -ojo que la etimología de humano proviene de humus, tierra-, es el sabernos que somos hijos de una misma fuente, de un mismo origen, de un mismo vértice. Reconocernos como integrantes de una misma razón -aunque no nos pongamos de acuerdo en saber si la reconocemos y si eventualmente es la misma-; que somos una misma esencia y que, por ende, no podemos ser distintos ni merecer cosas distintas. Es concebirnos libres e iguales. Si lográramos concebir este principio básico, sabríamos que comulgamos con un mismo origen y, aunque nos cueste reconocerlo, un mismo destino.

Desde el caleidoscopio con el que veo al cosmos que me rodea y con el que me he permitido concebir mi realidad y acompañar mi percepción, la esencia más pura de un ser humano, tú y yo, aquel y aquella, es la misma; idéntica. Un ser que vive y siente, cuyo origen es biológicamente maravilloso y deontológicamente mágico; capaz de conocer, saber y reconocer sus alcances y sus límites, cuya supervivencia está condicionada al hábitat planetario que le rodea y cuyo propósito constante es buscar su propia identidad en el pluriverso que le envuelve. Nadie más y nadie menos.

Regresando al concepto de País, por ejemplo, existen escuelas alrededor del mundo que enseñan diplomacia y protocolo para aquellos que se dedican a representarlo. En el escalafón de la diplomacia, para lograr convertirse en embajadores, hay que recorrer un amplio camino para ser dignos representantes de los Estados que conforman el concierto de naciones. Hay que saber de historia, de economía, de organización geopolítica, de cultura, de gastronomía, etcétera. Para reconocer al más alto de los representantes de un país en otro, para ser embajador, se requieren años, trayectoria, conocimientos e investidura que como tal nos conceda el país al que representamos.

Yo propongo que hagamos el ejercicio, como miembros de una colectividad acogida por un planeta que nos brinda todo para nuestra permanencia: forjar un nuevo concepto de Embajadores y de Pamatria; propongo concebir un nuevo legado: reconocer una Pamatria por encima de nuestras Patrias colindantes; construir una nueva generación de Embajadores que la enaltezcan. Que veamos en nuestros hijos, en nuestros alumnos, en nuestro prójimo, aunque no esté tan próximo o parezca distante, el alto representante de nuestra especie, la gloriosa extensión de nuestra permanencia, la razón de que un planeta nos albergue y nos cobije, mientras seamos nosotros mismos, ellos, quienes la prohijemos en una comunión indisoluble.

A mi mamá, desde muy pequeños, mis hermanos y yo, y ahora sus nietos, le decimos Pama. Ella es quien nos inculcó y nos forjó en ese caleidoscopio con el que veo y siento y disfruto al cosmos. Nos dio un legado que quiero que perdure. Gracias a ella entiendo que todos somos tan únicamente de ningún lado, y a la vez, de todos lados un poco.


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